jueves, 24 de julio de 2008

I’m a cyborg, but that’s OK

Nominada al Oso de Oro en la pasada Berlinale, es la última película de Park Chan-Wook, que junto a Kim Ki-Duk se ha convertido en el principal referente del cine coreano para el resto del mundo.
Muy distante en cuanto a género de su trilogía (Sympathy for Mr. Vengeance, Oldboy, Sympathy for Lady Vengeance), aunque con sus misma intesidad surrealista, Soy un cyborg cuenta la poco convencional historia de amor entre dos jóvenes, Il-soon (Rain) y Young-goon (Lim Su-yeong), ambos ingresados en un hospital psiquiátrico: Il-soon tiene un trauma infantil que le ha convertido en un cleptómano esquizofrénico que cree tener la capacidad de menguar hasta convertirse en un punto negro apenas perceptible para sus víctimas; Young-goon, en cambio, descubrió por boca de una bicicleta que no era humana, sino un cyborg, algo verdaderamente extraño si tenemos en cuenta que su abuela, madre y tíos creen ser unos ratones devoradores de rábanos.
Con esta trama que, podría haber sido extraída de cualquier película de serie B, Park Chan-Wook consigue ofrecernos un delicioso retrato de amor, amistad y comprensión, bello, emotivo y tremendamente divertido; el cineasta coreano logra convertir la insana lógica de sus personajes en una realidad tremendamente consecuente y arrebatadora, confeccionando un abanico de locos entrañables como la oronda Gop-dahn, que cree tener unos calcetines cargados de estática que le permiten volar, Duk-Chun, que piensa que todo lo hace mal y se siente culpable por todos los males del mundo, Dae-pyong, al que el picor de su nalga derecha y el trauma de su matrimonio con una mujer peluda le impiden jugar al ping-pong en plenas facultades, o Eun-Young, una joven que lleva años y años practicando para entrar a formar parte de un coro tirolés.
El filme no es una película empalagosa o exenta de violencia, pues Park Chan-Wook aprovecha la locura de Young-goon, ese supuesto cyborg asesino destinado a desatar el fin del mundo y aniquilar a la humanidad, para mostrarnos diversas masacres a ritmo de vals y ciertas escenas verdaderamente estrambóticas, con unos efectos especiales muy logrados pero que en ningún momento cobran mayor relevancia que la propia historia.
Una fotografía increíble, con una viveza y contraste de colores sin la necesidad de montar un circo, con planos abiertos y cuidados al detalle, y una música sencilla aunque de armonías pegadizas, muestran lo que puede llegar a ser el cine asiático en el nuevo milenio.

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